Dice nuestro amado Octavio Paz que “el misterio de la vocación poética comienza con un amor inusitado por las palabras, por su color, su sonido, su brillo y el abanico de significados que muestran cuando, al decirlas, pensamos en ellas y en lo que decimos”.
Nada hay tan sutil como la poesía, el magno arte; el sentimiento destilado letra a letra que irrumpe luego como una cascada incontenible de emociones; esas emociones estrictamente humanas que el también bienamado Rubén Darío nos regala en cada una de las estrofas de Cantos de Vida y Esperanza.
Nada más oportuno para nuestra América que un canto a la vida y a la esperanza. Nada más opuesto a la muerte -que nos ronda y nos siega y a la que nos acostumbramos como a una elemental cotidianidad- que la composición poética: esa vibración que conmueve el espíritu, que acaricia el alma y que nos transforma de la misma forma que lo hace el sonido de la cuerda de un violín extraído de las sublimes y misteriosas concavidades del universo.
Porque eso, y nada más que eso, es la creación poética de Rubén Darío: el misterioso Universo plasmado en circunvoluciones de palabras que, unidas unas a otras, se convocan sin saberse por la agudeza del sentimiento y de la emoción que aún en medio de los adelantos tecnológicos sigue indefinible.
No ha logrado el tiempo amainar la belleza de un poema y su reflejo inmediato en el corazón humano y, menos aún, el inminente sentido de la esperanza a través de la cual busca el poeta la redención del hombre: “retrocede el olvido/ retrocede engañada la muerte”... “Y en la caja pandórica de que tantas desgracias surgieron/ encontramos de súbito, talismánica, pura riente /cual pudiera decirla en su verso Virgilio divino /la divina reina de luz, la divina esperanza”.
La intacta belleza de los versos de Rubén Darío debe inscribirse más allá de las formas y los calificativos y situarlo a él, el poeta, dentro de la inmensa dimensión humana, esa que tenemos el deber de rescatar, para que tengamos derecho a otra oportunidad en nuestro mundo.
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