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La Tercera Piedra: un cuento apto para escritores
Vicente López Ambou 17/8/2001


La tercera piedra

Parecía increíble, pero ante sus ojos lo tenía:

CONCURSO  DE

CUENTO  CORTO

LATINOAMERICANO

La Biblioteca de la Casa de las Américas y la Agencia Latinoamericana han convocado al concurso de Cuento Corto Latinoamericano. Con una extensión máxima de aproximadamente 3000 palabras (para cuatro páginas de la Agenda), el cuento, según la convocatoria, debe reflejar, desde su propio carácter literario, la actual coyuntura espiritual de América Latina: sus utopías, dificultades, motivaciones para la esperanza, alternativas y la interpretación de esta hora histórica. Los autores deben enviar una copia...

Siempre le había bastado un vistazo a un papel para conocer de inmediato la edad del mismo, el lugar de su gestación, el posible vuelo de sus intenciones. Pues era capaz de leer a través de las íntimas fibras del bagazo y las pulpas; sabía de la cabalística de los gránulos de tinta en sus figuras sobre el pliego por la acción de las prensas de husillo, los linotipos, la fotoimpresión y los offsets, los barnices de cromo y el maravilloso láser. Lo sabía todo desde Gutemberg hasta Bill Gates. Y más. Sabía de la inocencia de ellos y de los cientos de millones que había en el medio. De ésos que se creían padres de alguna idea poligráfica. Ellos creían que eran sus neuronas quienes todo lo ordenaban y disponían. Ellos siempre lo habían creído. Él sabía que el papel —hijo de la tierra—, dictaba sus propias leyes invisibles. Ellos creían que habían escrito. Él sabía que ellos creían que habían escrito.

Habíase acostumbrado a encontrar impresos de toda clase en los más disímiles lugares. Sabía que el papel era también hijo de los vientos.

Así, habían llegado hojas sueltas (o acompañadas) a los picos nevados, a los playones olvidados y no olvidados, a los tabuleiros, a las selvas, a los golfos y los desiertos, a las pampas y a las ciénagas  y a llanuras y a sierras y a teocallis preteridos y a represas y a autopistas y a estepas de azul único infinito y a plataformas de coral. A todos los lugares y a más por los que Él habían andareado mil y más veces.

Volvió a mirar el publicado un par de segundos (un par de segundos de los suyos). Lo observó con una sonrisa mental:

—Esto debió caer en manos del León.

Sus ojos de azogue, siempre negros y redondos, volvieron a posarse en el camino que anda. Sus sandalias hechas con las cáscaras del tiempo volvieron a marcar sus pasos camino alante, indetenibles en el eterno juego en que una persigue a la otra, la otra persigue a la una, y las dos son supervisadas por el compás del báculo, el sempiterno báculo que seguía haciendo de pie tercero. La sonrisa seguía ondeando en su mente mientras seguía recordando al León de Natuba. El mejor lector del mundo. El más apto y ostensible de Las Tierras para complacer las demandas del impreso. Pero el León de Natuba había muerto achicharrado muchos muchos decenios atrás y ya no podría escribir nada.

—Pero ni el León ni nadie podría descifrar lo que aquí piden. Nunca habrán tenido un ganador, aunque hayan premiado a alguno.

Antonio Consejero dobló el papel y lo guardó en su mocó amarrado a su cuello, sin dejar de andar. Y pensó nuevamente en los que escribían, en los que escribían creyéndoselo. Pensó que habían escrito que querían que escribieran un cuento, y que el papel, vuelto al engaño —hijo de la tierra y el aire—, no les revelaba (o ellos no sabían descifrarlo), que sólo una Novela podía satisfacer lo que pedían. O al menos intentar satisfacerlo. Intentarlo. Y que eso era bastante audaz. Y se volvió a sonreir mentalmente, con toda la piedad de que era capaz:

—Soplar, chiflar y sacar la lengua a un tiempo. No es humano.

Soliloquiaba siempre. Andar y soliloquiar eran sus dones. Andaba para llegar, soliloquiaba para iluminar-se, para esplender en la inmensa luz cósmica que sólo Él era capaz de atrapar. Y siguió andando mientras se sacudía las manos —una primero, la otra después, báculo de por medio—, para librarlas de la escarcha aguachenta, restos de la otrora nieve espesa de la cordillera, que ya empezaba a derretirse por las radiaciones del altiplano. Se secó las manos —una, la otra— en la túnica de brin color morado-equinoccio, se secó las narices de la moquera destilante, y comenzó a alejarse. Se alejaba en el salitre dejando huellas que se volvían puntos en la lejanía; puntos cada vez más unidos hasta formar una línea hacia la inmensidad. Una línea rancia y obscura como su propia Gran Decepción. Allá volvió a recordar al León mientras hacía el viaje postrero, mientras se dirigía hacia la Tercera Piedra: la tercera y última piedra.

II

En sus viajes, desde el comienzo de los tiempos, llegó a atravesar un par de istmos varios pares de veces: las idas por las vueltas, las vueltas por las idas, en el interminable andarear. Siempre con las sandalias hechas de cortezas del tiempo, siempre con el eco inevitable de sus propios pasos. No siempre siguió el orden de la ruta de los istmos. A veces hizo su camino por mar, nadando o caminando aburrido sobre la llanura ecuórea del mar de los piratas blancos, los indios feroces y los negros dormidos. O por el mar del sur, el de los mariscos bajos de sabor, el Pacífico (o mar del sexo pasivo), que de tanto coito que le ha hecho el del norte (el de los piratas, el de los caníbales), le dejó en preñez de un Niño. El Niño, destinado a causar por siempre los inmensos dolores de parto continentales: “El mar del norte, el mar del sur. El norte El Mar, el sur La Mar. El canal como pene. Pene corto, el más corto que pudieron hallar. Corto pero, sin dudas, infalible”, se decía una vez más, cuando pensaba en ello en los últimos tiempos.

Al  volar atrás con el pensamiento a aquellos remotos comienzos de todo, recordaba la playa virginal. Aquella playa a la que fingió  llegar, todo rubio y enmelenado y desfallecido, para que los habitantes de aquel brazo de continente lo identificaran con la Beatitud y la Hermandad y la Humanidad, no ocurriéndoseles un signo más bello para señalarlo que el de una serpiente emplumada (plumas en lugar de escamas): “Rubio de ojos azules en lugar de tanto prieto”. Y fue entonces que nació la Metáfora, la Fe en los Cambios y el Mito del Individuo. Tres cosas que ya no tendrían fin. Entonces supo que había quedado allanado el camino hacia la Primera Piedra. “Una piedra meteórica, posada en equilibrio sobre un risco que mira al valle. Existen sólo otras dos”, era la gran sentencia.

Cuando por fin llegó a esa primera piedra, la vio exactamente a como la había pensado: grande, redonda y láctea como un pedazo de luna (era un pedazo de la luna). Atrás había quedado una parte enorme de su tarea, la gran cantidad  de sujetos que le tocó encarnar para que Las Tierras cumplieran su destino. Un tal Lope de Aguirre, conquistador, para cristalizar el mito de El Dorado; un tal Condorcanqui (José Gabriel), vindicador, para vocacionar el martirologio; y —después de varios otros—, un tal Simón Rodríguez, maestro, para obtener un importante juramento hecho en Roma, que daría a luz al elegante jinete mantuano que a fuerza de cabalgar con un sable en cada mano, le diera a Él la oportunidad añorada de hacer su primera parada. Se sentó sobre la piedra blanca a contemplar y a descansar. Contempló y descansó hasta la hora marcada para proseguir el camino: el momento en que la piedra, animada súbitamente, rodara por la vastísima ladera hasta chocar en el fondo del valle profundo. El estrépito, vibrante y lontano, era la señal de reemprender el camino. De actuar de nuevo. Los ecos que desde el fondo enviaba la piedra, contenían el resumen de esta primera jornada; pero no podía detenerse: era preciso abreviar el párrafo.

El camino hacia la Segunda Piedra se hizo más largo y complicado. Tuvo que deshacer innúmeros nudos que se empeñaban en enmarañarlo todo después que al heroico petimetre de los dos sables lo sacara de en medio una tonta tuberculosis. Entonces se le hizo urgente apretar el paso, trabajar duro, durísimo, para que no se le hiciera tarde: “Tuve que doblar, decuplicar el turno de trabajo”, se volvía a recordar sin dejar el camino.

Y entonces se volvió arduo y ubicuo. Diligente. Tuvo que estar en varios sitios al mismo tiempo en iguales espacios para la epopeya y las memorias. Así fue dictador supremo, perpetuo e ilustrado, en un país del sur sin costas. Poco después se convirtió en  emperador de blondas barbas, esta vez  en el norte, y presidente indio a la par, y poco después correr, para no dejar pasar la oportunidad de encarnar a un recio terrateniente que libertaría a sus esclavos para convertirse en padre de su patria. Y así, moviéndose de un lado a otro, jugó el largo juego de dictador-presidente, dictador-repúblico, presidente-repúblico. Desató guerras civiles (y de las otras) con todo éxito; concursó con un par de revoluciones (para ver qué pasaba); propició golpes de estado en cantidades industriales (ahí se  fue en vicio)  y —para abreviar el párrafo—, promovió el gran desfile de los hombres de mano dura, en tal número, que las gentes de Las Tierras terminaron por aburrirse (la Fe en los Cambios) y zafarse, dándoles la espalda a todos (al menos a aquellos en versión pétrea). Fue entonces que pudo llegar a la Segunda Piedra y sentarse a descansar nuevamente, a contemplar el valle infinito.

Muchos muchos quindenios después, se recordaría  recordando durante su larga estadía en la Segunda Piedra: “Me quedé siendo Antonio Conselheiro. Tiene imagen, tiene el mejor traje de andar por Las Tierras”. Había sido, sin duda, uno de sus personajes predilectos. Además, Su Obra, en el Consejero, había quedado perfecta: la gente había acudido en masa a suicidarse por Él (incluído el León de Natuba). Fue una lección de posteridad disfrazada de anécdota histórica. De muy difícil lectura, pero de peso cierto. Lo mismo ocurió con aquel político popularísimo que se metió un pistoletazo frente a un micrófono de la radio (otro querido personaje que encarnó): Otra lección de posteridad (¡y qué lección!). O, aquel presidente que nació0 marioneta y que cobró vida, expulsando del teatro al mismísimo titiritero, para dejar inaugurado el sistema presidencialista de ahora-te-toca-a-ti... Y así había seguido recordando,  dando alante y atrás, atrás y hacia adelante en el resumen histórico que tuvo que hacer en la Segunda Piedra, blanca como la luna, idéntica a la primera. La gente de Las Tierras había ido aprendiendo en los marcos de sus divisiones naturales y preternaturales, es decir, los necios necesitando golpes, los tontos necesitando ver dichos golpes y los menos tontos necesitando oír de los tontos los golpes que caen sobre los necios. Las gentes de Las Tierras habían ido aprendiendo proverbialmente. Y ya no les quedaba más que aprender. Se habían estancado: serían siempre gente de tercera o cuarta categoría. Fue lo último que pensó, antes de que la Segunda Piedra, animada de sí propia, echara a rodar barranco abajo para chocar en el fondo del valle profundo, con el estrépito vibrante y lontano, señal de reemprender el camino, de actuar de nuevo. Los ecos que desde el fondo enviaba la piedra, contenían el resumen de esta segunda jornada. Pero no podía detenerse: era preciso abreviar el párrafo.

III

Cuando se acabó el camino de salitre, muy cerca ya de la Tercera Piedra, se le volvieron a aparecer las sonrisas mentales. Y Antonio Consejero volvió a sacar de su mocó de vaquero, colgado al cuello, el impreso que había volado hacia Él desde una edad algo remota. Y volvió a pensar en La Novela, arte superior que había terminado por imponerse —por más inteligente y más espontáneo— al Texto Histórico:

—Y éstos quieren un cuento: no piden un poco —ahora se carcajeó—. No una novela sino una colección de ellas. Un ejército de novelistas. No una sino varias generaciones de novelistas. Varias que hagan ¡boom, boom, boom...! —y volvió a carcajearse.

Ahora se acomoda sobre la Piedra Tercera, la piedra lunar y, por vez primera, a lo largo de sus mil vidas, lo invade el cansancio y la consternación. Ha llegado el Fin de los Tiempos. Él lo sabe, siempre lo ha sabido desde las márgenes inmensurables de su omniciencia. Las Tierras se acabarían para siempre. Ha llegado la hora de fundirse a la piedra meteórica, de integrarse a Ella como estatua de mármol en su pedestal; la piedra que ya no rodará camino abajo, sino que reventará, convirtiéndose en polvo de estrellas (y Él con Ella) y ascenderá en dirección a la gran ruta del universo físico. Todo va a concluir. Ya no tiene energías para más, no tiene mente para hacer todo el recuento de la tercera jornada, en la que se había dado a luz al habitante moderno de Las Tierras de estos tiempos... ¡tan mal hecho!  Los ojos se le cierran. Se duerme.

 Entonces cae al suelo, zarandeado por la Piedra, vuelta a animar de sí propia, vuelta a echar a rodar ladera abajo, para  chocar en el fondo del valle profundo, con el  estrépito vibrante y lontano. El Consejero, a gatas, con sus ojos de azogue, ahora más negros y redondos por  el asombro, escucha los ecos que contenían el resumen de esta tercera jornada. Se pone en pie, se sacude las manos en la túnica y vuelve a tomar el báculo:

 —Es la señal de reemprender el camino. De actuar de nuevo, ¡de seguir!: es preciso abreviar el párrafo. Ahora sé que no me detendré jamás.

V.M.A

LA HABANA, MARZO DE 1996

CONCURSO DE CUENTO CORTO

LATINOAMERICANO

Casa de las Américas // Agenda Latinoamericana

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TÍTULO:   LA TERCERA PIEDRA

AUTOR :   Vicente Monzón Ambóu

CONCURSO DE CUENTO CORTO

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