Kezamburo Oé, el Premio Nobel de Literatura Japonés, escribía hace algún tiempo que los japoneses estaban cambiando el inglés.
Al parecer los ideogramas japoneses, los kanji,
son tan difíciles de implementar en el uso de las computadoras que muchos japoneses
que incursionan en el ámbito de las comunicaciones a través del correo
electrónico prefieren utilizar la lengua inglesa. Este fenómeno habría
generado una variante particular del inglés —siempre de acuerdo al parecer de
Oé—, al traducir a esa lengua matices ajenos a su
idiosincracia.
¿Los japoneses están cambiando el inglés? ¿No es, por lo menos, exagerada
la afirmación de Oé? En todo caso cabría preguntarse qué inglés están
cambiando los japoneses, si es que algo cambian. Ciertamente no el de
Shakespeare; en todo caso los japoneses habrían emprendido la transformación
de una lengua cuya transformación ya emprendieron los indios hace unos
doscientos años, al traducir a esa lengua formas de sentir que les eran ajenas.
De esa traducción surgió la obra de Rudyard Kipling, capaz de sentir como un
indio y de escribir como un inglés.
Ahora el fenómeno se repite con las computadoras, que generan la ilusión de
abrir un mundo de posibilidades y de restricciones a la
expresión literaria: si por un lado son obstáculo para los misteriosos kanji,
por otro nos permiten conocer y leer libros que quizás nunca alcancen el dudoso
mérito de ser impresos en papel.
Numerosas empresas de los países de habla inglesa han notado
que para vender en estas tierras, y aún en la propia, hay que hablar
español. De allí que los cursos de español en Estados Unidos hayan aumentado
considerablemente su matrícula hasta convertirse en el idioma extranjero más
estudiado en Norteamérica.
Desde ya, el fenómeno de la interferencia idiomática se da sólo en ciertos
contextos específicos. En su intervención en un seminario realizado el mes
pasado en Nueva York, el traductor español Xosé Castro sostuvo que la
deformación del español —y del inglés, claro— conocida como espanglish no
constituye ni un dialecto ni un idioma en formación, como pretenden diversas
universidades norteamericanas, sino más bien el producto de interferencias lingüísticas
perpetradas por quienes sin conocer bien ninguna lengua deben convivir con dos.
A quien carezca de conocimientos que transmitir no puede importarle la
precisión, la sutileza o la belleza del lenguaje; el espanglish tecnológico, o
ciberespanglish, el de los textos redactados en español pero pensados en inglés,
mal traducidos o traducidos a vuelapluma mediante adaptaciones macarrónicas, es
ciertamente problemático, pues no contribuye al mejoramiento del inglés, ni
del español. Pero no puede atentar contra ninguna de las dos lenguas. Repitamos
una vez más la consabida afirmación de que los idiomas son seres vivos, que
cuando dejan de transformarse mueren. Temamos el estancamiento de la lengua, no
su movimiento.
En conclusión, traduzcamos, vertamos y convirtamos las culturas ajenas a
nuestra realidad; experimentemos, en la medida de nuestras limitadas
posibilidades, todas las formas de sentir, una aspiración de las almas más
nobles. Defendamos el idioma —el español, el inglés—, creemos los
neologismos necesarios y perpetuemos nuestra lengua, pero no temamos su
transformación. Podemos estar seguros de que la lengua perdurará.