La literatura infantil tiene fecha y motivo de nacimiento. Surge de lo que se dio en llamar en la historia de la cultura la invención
de la infancia, es decir, la definición y la concepción de la niñez y la
adolescencia como fases específicas de la vida, con sus propios problemas y
necesidades. Hasta el siglo XIX, los niños eran solamente pequeños adultos,
hombres o mujeres en potencia.
Y particularmente en la creación de una literatura para niños, tuvo que ver la
expansión de la educación primaria en Europa por aquel entonces. Las escuelas
comenzaron a necesitar material de lectura, lo que llamó la atención de los
editores de la época que comenzaron a contratar autores para satisfacer el
incipiente mercado. Muy pronto se dieron cuenta de que los nuevos libros debían
cumplir con dos requisitos fundamentales: ofrecer historias laicas y
pedagógicas.
Esto explica que en las primeras décadas del 1800 los libros infantiles
buscaran transmitir un código ético estricto. El fin era didáctico. Las
narraciones se ambientaban en lugares exóticos para captar la
imaginación infantil. Pero esa era la única concesión al apetito fantástico:
todos tenían un final feliz y moralizante. Se subrayaba, sin cesar, el
valor de la solidaridad familiar, la honestidad, la fidelidad y la bondad, en lo
que fueron los pilares de una ética no religiosa. Paralelamente, se advertía con
énfasis acerca de los peligros de la avaricia y la compulsión al juego.
Más avanzado el siglo XIX, con el mismo afán didáctico, pero como respuesta a la
creciente atracción que generaba en los más jóvenes la magia y los reinos de la
imaginación que surgieron lo que hoy conocemos como cuentos de hadas.
Originalmente, eran relatos orales, anónimos, que circulaban en ambientes
campesinos. La industria editorial de entonces los reformuló de manera
tal que pudieran expresar una idea moral. Así, las narraciones perdieron toda
impropiedad, crudeza y referencia sexual que pudieran arrastrar de su pasado rural y
adulto. Y se convirtieron en historias que defienden claramente valores con
personajes idealizados, aptos para la infancia por educar.
Así es que los cuentos de hadas, tal como los conocemos, no son sino la
reformulación infantilizada de los cuentos populares campesinos. Como
muestra, contrastemos los más clásicos con sus versiones originales:
La segunda parte de La bella durmiente del bosque trata, en su
primera redacción, de una ogresa. En el cuento que todos conocemos esa parte es
suprimida: la historia termina con la boda entre el príncipe y la bella.
Caperucita Roja es otro buen ejemplo. De todas las versiones
orales recopiladas, solo la quinta parte tiene final feliz (es decir, Caperucita
se salva y el lobo es castigado). Sin embargo, en la versión escrita que nos
llegó a nosotros, lo tiene siempre.
Hänsel y Gretel: originalmente, los niños eran expulsados por sus
padres. Como esto de que hubiera padres naturales malévolos resultó intolerable,
se cambió la versión de los padres desamorados por la dupla conformada por un
padre amable y una madrastra cruel.
Y, como sabemos, se introdujeron por doquier cazadores bondadosos, princesas
bellísimas y hadas encantadoras, dando lugar a un mundo edulcorado y predecible.
El mundo que se consideró, en su momento, ejemplar.
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