Concebida como obra de teatro, esta pieza recoge como ninguna otra las bases de un movimiento artístico que muchos años después se extendería por toda Europa y que se conoce como Romanticismo. Típico rasgo de esta tendencia es la universalización de un suceso particular: en este caso, el de dos jóvenes unidos por un sentimiento profundo -que los embarga y condena a la vez-, incapaces de romper la rueda del destino. Shakespeare logra en esta obra, una de las primeras que escribió, reflejar la profundidad del conflicto de las pasiones humanas más representativas: el amor y la violencia. Las liga, como en toda tragedia, a la existencia y al destino implacable del hombre.
Sin embargo (y en esto radica la modernidad de Shakespeare), estos sentimientos no aparecen independientemente de quien los padece. Están íntimamente vinculados a las condiciones sociales de los protagonistas y, por lo tanto, reflejan el conflicto social presente en la sociedad inglesa de la época. El dramaturgo, consciente o inconscientemente -y he aquí la capacidad del genio- expresó a través de un mundo ficticio las contradicciones del entorno que lo rodeaba. La estructura social vigente en los siglos XVI y XVII estaba destinada a conservar instituciones que ya en ese momento rebasan las necesidades reales de los pueblos y daban lugar a la inconformidad. Y nada más sutil para denunciar estos desórdenes que hacerlo en un escenario italiano -que al parecer nada tenía que ver con el inglés- bajo la forma de un estigma que lograba aniquilar de un solo tajo el más noble y profundo sentimiento del ser humano, el amor.
Pasados los años, el amor sería reivindicado por los poetas y los novelistas y, con él, se mostraría al espíritu como esencia del hombre. Ese legado del Romanticismo aún subsiste y permanece felizmente dentro de cada uno de los hombres y listo para salir en defensa de la humanidad, cuando -como ahora, por ejemplo- se necesita tanto.
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