—¡Qué talento el de mi mujer! —decía el alcalde de Verrières un día más tarde, a las seis de la mañana, mientras se encaminaba a la serrería del señor Sorel—. Aunque otra cosa haya yo dicho para mantener incólume la superioridad que de derecho me corresponde, maldito si se me había ocurrido que, si no tomo a ese curita que, según dicen, sabe tanto latín como los ángeles, el director del Asilo, alma inquieta y envidiosa, podría tener mi misma idea y arrebatármelo... ¡Con qué orgullo hablaría del preceptor de sus hijos! ¡Se llenaría la boca...! Una vez en mi casa el preceptor, ¿le obligaré a vestir sotana...?
Tal era la duda que embargaba al señor Rênal, cuando vio a lo lejos a un rústico, cuya estatura no bajaría de seis pies, ocupado, desde el amanecer, en medir vigas apiladas en el camino, a la orilla del Doubs. El rústico puso muy mala cara al ver que se acercaba el alcalde, sin duda porque las vigas obstruían el camino con menosprecio de las ordenanzas municipales.
Sorel, que él era el rústico en cuestión, quedó maravillado y contento al escuchar de labios del señor Rênal una proposición que estaba muy lejos de esperar. La oyó, empero, con esa expresión de tristeza descontenta y de desinterés con que saben encubrir sus pensamientos los astutos habitantes de la montaña que, esclavos durante el tiempo de la dominación española, conservan hoy este rasgo típico del campesino egipcio.