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El retrato de Dorian Gray
María Eugenia Sánchez 2/5/2002


Es difícil encontrar en la literatura universal una obra que revuelque tan contundentemente el alma humana como este clásico del inmortal Oscar Wilde. El incisivo escritor la hace objeto de una profunda disección que le permite adentrarse, poco a poco, paso a paso, entre los pliegues de esa entidad espiritual que nos hace ser lo que somos y de la cual, finalmente, terminamos desconociéndolo todo. Lo que sí sabemos o percibimos, y eso lo muestra claramente Wilde, es que abarca un inmenso abanico de complejidades donde pueden convivir misteriosamente la más sofisticada de las perversiones y el más hondo respeto por el arte, en cualquiera de sus manifestaciones.

Está aquí, en esta obra, la esencia humana destilada gota a gota, totalmente purificada tras haber atravesado las complicadas circunvoluciones del alambique de la vida. Pero no es solamente bucear entre los médanos insondables del espíritu el interés del artista, cuando el espíritu se encuentra íntimamente ligado a la materia y juntos producen lo que se ha dado en llamar el "Fenómeno Humano". El escritor nos revela magistralmente esta dialéctica a través de ese otro fenómeno en que termina convertido nuestro protagonista, el gentil y bello Dorian Gray. En él convergen, simultáneamente, la belleza absoluta y la fealdad total, fruto podrido del vicio y la perversión; una amalgama donde se retrata de una buena vez la complejidad de una sociedad indolente y putrefacta, capaz de producir un engendro miserable camuflado en el bello estuche de una espléndida figura.

La sociedad entera aparece en este complejo retrato. Allí, en medio de la podredumbre, el arte surge como la única posibilidad de redención del hombre. He ahí el ejemplo de la bella Sybila y del noble Basil, también ellos dignos representantes del mismo género humano. Pero es también en medio de esa sociedad banal y desocupada donde puede surgir el hombre-dios, el hombre prendado de sí, el hombre narciso capaz de autodevorarse, como aquella pintoresca figura de la mitología que se engulle su propia cola. No en vano esa misma sociedad extendió sus tenazas sobre ese magno escritor, con la misma rabia con que Calibán se veía reflejado en el espejo.


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