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La fe literaria
Matías Alinovi 17/3/2001

No quiero parecer grave. Mi intención, desde que leí las propuestas de Calvino (1), es la de quitar peso a las palabras, otorgarles levedad. Lo digo porque me dispongo a hacer una breve profesión de fe, me propongo explicitar algunas de las razones por las que sostengo la única fe que me parece lícito sostener. Téngase en cuenta que no me resultará fácil: además de la torpe gravedad me acecha la vana afectación, hija de la escasa originalidad. Es la confesión, y no el sacerdote, lo que nos absuelve.

Si me preguntaran en qué creo, diría que en nada en particular, salvo quizás en la literatura, en sus posibilidades; y, sinceramente, no sé decir por mí mismo mucho más al respecto, es una cuestión de fe. De manera que lo que quiero decir lo diré a través de los demás, lo dirán los demás por mí.

Leo la norteamericana declaración de un escritor de moda: la buena literatura te hace sentir un nudo en el estómago. Sé que estaremos de acuerdo en que se trata una declaración vacía, que equivale casi a no decir nada. Pero aunque la del nudo en el estómago sea una de las categorías más vagas de este universo, aún así deberemos reconocer el siguiente mérito a la afirmación: sin dilación vincula los efectos de la buena literatura a los misterios esenciales. Reemplacemos a la buena literatura por la felicidad, o por el misterio de la vida, y la afirmación, aunque igual de torpe que antes, no cambia de sentido, sigue expresando la impotencia frente a la inefabilidad, frente a la incapacidad de conocer y de definir (2). Hay un misterio en la literatura, como lo hay en la creación en general, y esa es la primera condición para que tengamos fe en ella, sin misterio no hay fe.

La segunda condición para la fe, es que se produzca en nosotros el convencimiento de que el objeto de nuestra fe operará algún tipo de acción benéfica. De las múltiples declaraciones que podría citar en favor de los beneficios de la literatura, prefiero la sentencia que Bioy Casares repetía cada vez que se le presentaba la oportunidad: la literatura es terapéutica. ¿Qué es lo que Bioy encontraba de terapéutico en la literatura? Ciertamente no el nudo en el estómago. Encontré la misma afirmación en un pasaje de Corresponsales distantes, del italiano Giuseppe Crotti (3). En ese cuento, un comisario que ha encubierto un asesinato por razones que él mismo no logra entender cabalmente, se confiesa en una carta dirigida a quien muchos años más tarde -después de su muerte- lo sucederá en el cargo.

Tras la primera fueron apareciendo otras oraciones, que me hicieron pensar que ciertamente estoy lejos de ser un iletrado. Nos juzgamos más imaginativos y menos instruídos de lo que en realidad somos. Yo escuché o leí estas afirmaciones que ahora recuerdo, y que torpemente resumí en la del instrumento doble: se dice que las historias que nos obsesionan pierden su poder una vez escritas, que se escriben para olvidarse; que caben en el relato nuevas dimensiones de la verdad, o que al relatar somos capaces de alcanzar verdades que de otra forma nos estarían vedadas. También, -sé que esto lo leí- que la sola confesión nos redime, o, en una reducida versión psicoanalítica, que no juzgo sin embargo menos cierta, el relato es terapéutico. No sé qué opinará usted, pero a mí esas afirmaciones se me han impuesto con la fuerza de una verdad evidente, y ahora pienso que contar sirva quizás para entender, y para aquietar.

Es decir que el comisario de Crotti cree que el relato, que él mismo escribe, no sólo lo redimirá de algún modo, sino que además le aportará alguna luz sobre las razones de su conducta. No puede esperar respuesta a su carta: escribe para sí mismo, para entender, y para aquietar. Es el personaje que conozco con más fe en las capacidades del relato, en las terapéuticas y en las otras.

Asistí una vez a un diálogo entre un escritor y un psicoanalista. Quizás por aquella broma de que el psicoanálisis es una rama de la literatura fantástica(4), el escritor invariablemente menospreciaba las razones de su interlocutor. Creo que a lo largo de todo el diálogo, que trató los más diversos temas, estuvieron de acuerdo en un solo punto, y ese acuerdo, quizás por los repetidos desacuerdos anteriores, pareció revelador. Tras dos horas de conversación, maravillados de la avenencia, repetían uno después del otro: La verdad está antes en el relato que en cualquier libro de filosofía. Por fortuna no había filósofos en la sala.

En las memorias de Héctor Yánover (5), librero establecido, hay un capítulo que se llama Nacer para escribir. Dice Yánover:

Allí pude leer (en Cuaderno de bitácora, de Cortázar) algunas líneas tachadas por Cortázar sobre las condiciones que harían falta para ingresar en un club integrado sólo por aquellos que fuesen capaces de pensar y sentir por sí mismos. Por supuesto, aclara, este club tendría escasos adherentes. Y es de entre esos socios, digo, de donde salen los escritores, que deben, después de esa coincidencia, encontrar la otra, le de hacer coincidir su escritura con ese sí mismo.

Es decir que, de acuerdo a la concepción de Yánover, el escritor es un elegido proveniente de un doble círculo reducidísimo, en el que se encuentra por puro azar. Yo diría más bien que, aún siendo capaz de pensar y sentir por sí mismo, nadie puede haber desarrollado una personalidad literaria antes de abordar la escritura. Es escribiendo que logramos aislar nuestros pensamientos de los ajenos, o al menos -como explica más adelante el propio Yánover- logramos deformarlos y habituarnos a ellos hasta que adquieran la apariencia de pertenecernos. Sin ir más lejos, es lo que hago ahora a costa de Yánover.

En conclusión, mi fe en la literatura proviene de la convicción de que sólo el ejercicio de la literatura, con sus medios específicos, es capaz de operar sobre nosotros una misteriosa acción benéfica: la de aislar nuestros pensamientos de los ajenos, la de hacernos pensar y sentir por nosotros mismos. Propongo esta versión literaria del antiguo adagio griego: Conócete a tí mismo: escribe.

Notas:

(1) Italo Calvino: Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, 1994. Ediciones Siruela.

(2) Reemplacemos ahora a la buena literatura por las ecuaciones de segundo grado y la afirmación además de torpe resultará absurda; (no tenemos en cuenta aquí el caso del infortunado escolar que se topa con las mencionadas ecuaciones en una situación de examen)

(3) Giuseppe Crotti: I racconti tondi, Roma, 1995. Casa Editrice Sierpe.

(4) De visita en una ciudad europea en la que se celebraba un congreso de psicoanalistas, Borges fue invitado a inaugurar el encuentro; curiosamente, aceptó. En el discurso de apertura afirmó temerariamente que se sentía honrado por la invitación pues, "como todo el mundo sabe, el psicoanálisis es una de las ramas de la literatura fantástica". Siempre creí que se trataba de un improvisación magistral, hasta que leí el siguiente pasaje en uno de sus cuentos (Tlön, Uqbar, Orbis Tertius): Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Un poco antes se lee: No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología.

(5) Héctor Yánover: Memorias de un librero, Madrid, 1994. Anaya & Mario Muchnik.



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