Ahora, más que nunca, sabemos que un libro no consiste en 500 gramos de papel y 50 gramos de
tinta. El papel y la tinta pueden ser reemplazados por marcas magnéticas en un disco, o por elementos aun más evanescentes, tales como las cargas eléctricas que representan ceros y unos en la memoria RAM de una computadora de mano o un
e-book reader (aparato para leer libros electrónicos).
El libro no es
el papel ni la tinta, ni consiste en el disco rígido de una PC o en la
memoria RAM de una Palm. El libro es la información almacenada en esos
dispositivos; es el orden de las oraciones, las palabras y las letras
dictadas y dispuestas por un autor. Y, sobre todo, el libro es LA OBRA,
el resultado del trabajo del escritor. El libro es ese contenido inscripto en
algún lugar de la nueva atmósfera que respiramos, hecha de información
almacenada en diversos soportes. Pero aunque el soporte y la forma de
presentación sean sustituibles, siguen siendo muy importantes.
Las características
de los diversos formatos y soportes están determinadas por todo tipo de
consideraciones tecnológicas, económicas, prácticas, y culturales. Y, por
supuesto, el sentido común nos indica que el soporte debe ser agradable y cómodo,
como lo es en el caso de un buen libro en papel de edición cuidada.
En esa cosa
llamada libro interactúan forma y contenido, esencia y apariencia. No
solamente el contenido debe presentarse en el formato mas adecuado, sino que
también el formato afecta al contenido, cambia su naturaleza.
El formato "canción de tres minutos", una mera necesidad comercial de las emisoras de radio, ha impactado en el modo en que la música pop se compone y
se produce, y en el largo plazo ha afectado nuestra sensibilidad musical
misma, en tal medida que actualmente los oyentes demandamos canciones
que duren tres minutos, como si ese fuera el tiempo de vida natural de toda
obra musical. Entendemos el lenguaje y los momentos internos de las canciones
de tres minutos, con sus introducciones, estrofas, estribillos, coros, solos,
y finales.
También el
formato paper cientifico, gracias al aval institucional de las agencias
de financiamiento y los órganos de difusión (los journals) de la
ciencia contemporánea, ha modificado el modo de trabajo de los científicos,
quienes ya no componen monumentales tratados en los que se revise los
fundamentos filosóficos y la literatura existente, y se desbrocen largas
argumentaciones en torno a un tema dado. Por el contrario, en las modernas
revistas científicas y en las presentaciones en congresos (de 15 o 20
minutos) los científicos citan solamente los últimos resultados obtenidos en
su área de trabajo y publicados en journals especializados, y
exponen el problema abordado, la metodología, y los resultados. Quien no se
atiene a este protocolo, quien no respeta estrictamente las reglas de citado y
los formatos de exposición, es excluido, pierde su voz y voto en la discusión
académica. El formato paper ha transformado la forma de hacer ciencia,
y el contenido del pensamiento científico.
Estas
consideraciones sobre el formato podrían hacerse a propósito de muchos fenómenos
de nuestra vida cotidiana, tales como los flashes informativos de la
televisión, o los banners publicitarios de los sitios web. La conclusión
será, en cada caso, que la forma y el contenido se modifican el uno al otro;
que los formatos impactan en nuestro modo de pensar (de paso: eso es lo que
hace a Microsoft Corporation tan poderosa, y a su monopolio tan
amenazador).
Vivimos en la
era de la información desperdigada en millones de canales y codificada en los
lenguajes naturales y artificiales más diversos. Las imágenes se
multiplican, los textos se fragmentan, los mensajes se reproducen viralmente. Tras
tanto copiar y pegar, ya no se sabe dónde está la voz del autor. No es fácil
determinar el responsable de lo que usted lee ahora, quién sabe en qué
soporte, en qué formato, en qué protocolo.
Regresando a la
pregunta del título, advertimos ahora que, en plena posmodernidad, el libro
(en papel o electrónico) nos conecta con una experiencia de la
(supuestamente) ya superada era moderna. Al leer un libro, nos sometemos, por
un período de tiempo más o menos prolongado, a la letra y la voz de un
escritor. Alguien firma, alguien con la autoridad del autor se hace
responsable de la obra. Ponemos nuestra realidad entre paréntesis y nos
sumergimos en el mundo de su ficción, en la música de su poesía, o en los
argumentos de su ensayo, según sea el caso. La mayoría de los buenos libros
se presenta de este modo, como una unidad de sentido, como una textura con
coherencia interna, que exige nuestro tiempo y nuestro trabajo para cosechar
lo que alberga (razonamientos, emociones, belleza, conocimiento).
Y se obtiene así
un efecto mágico. Esta magia es incluso muy anterior a la modernidad, puesto
que ya caracterizaba a los libros de la antigüedad, como por ejemplo la Ilíada
o los libros del Antiguo Testamento. Esas palabras, esas marcas que han
vencido al tiempo y la distancia, que han viajado desde el autor hasta
nosotros, nos afectan, nos hacen sentir y producen sentido. Eso es un
libro.
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