"Para dar mi opinión sobre Juan Pablo II voy a tener que extenderme
bastante, pues este Papa ocupa una dimensión muy grande en mi vida. Comenzaré por lo primero que vi, para lo cual me resulta
imprescindible hacer patente mi estado de ánimo en ese momento. Fue tres meses
después de haber sido proclamado Papa. En ese momento, en mí no existía otra cosa
que desconfianza por ese Papa venido de comunismo. Sabíamos que, al menos en
Rusia, los religiosos que subsistían eran los que pactaban con el partido. Los
demás eran eliminados. No es extraño pues que desconfiara de quien había
ascendido en la jerarquía y no había sido eliminado.
Siempre que llego a Roma,
mi primer movimiento es ir a la Basílica de San Pedro. En ese momento también
pretendí llegar
para rezarle al primer Papa. Pese a la diferencia horaria me decidí a cumplir con
lo que es una costumbre en mí. Llegué a San Pedro, a las tres de la tarde,
muerto de cansancio, y me encontré con que no se podía entrar hasta las cinco,
hora en la que el Papa se presentaría en la Iglesia.
Refunfuñando, muerto de
cansancio, me dije: "Qué le vamos a hacer, tendré que ver al polaco". En ese
momento en mi interior no era más que el polaco que llegó al trono de San Pedro.
Mi imagen de un Papa estaba dada por una audiencia que tuve con Pío XII y
me había quedado grabada su imagen majestuosa, con su triple corona y
llevado en la silla gestatoria. El silencio de la audiencia era verdaderamente
solemne, como lo requería la situación.
Con esta imagen formada anteriormente, a las cinco de la tarde
volví a San Pedro y esperé dentro de la Iglesia. De repente, la multitud comenzó
a aplaudir, y a vivar al Papa. Me desconcertó bastante esa actitud y esperé
para poder verlo. Total, ya que estaba, no costaba nada echar una mirada. Lo que
vi me maravilló. Un hombre con paso de deportista que
caminaba por el centro de la Iglesia, y que se detenía a los costados para besar
a los niños, o para extender la mano a la gente. Era tan enorme la personalidad
física y psíquica de este Papa que daba la sensación que llenaba a la Basílica.
Seguí su historia y pude verlo nuevamente, y en forma todavía, cuando nombró cardenal al
Arzobispo de Buenos Aires. Lo seguí viendo en los años posteriores, y fui percibiendo
cómo se iba desgastando su cuerpo, en la misión que creo es el legado más
importante para la humanidad. Había salido de dos
guerras, sintió en carne propia el aniquilamiento de los judíos, de los gitanos,
de los homosexuales, y de aquellos que la vida los había puesto como disminuidos
por enfermedades paralizantes e incurables. Sintió entonces en carne propia lo
horrible que es el odio, el racismo, y el espanto de un estado que se cree dueño
de la vida de sus habitantes.
A todas partes donde iba, Juan Pablo II proponía a
la humanidad, además de la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, LA FRATERNIDAD
Y SOLIDARIDAD EN LO HUMANO. Nunca más guerras, nunca más persecución por motivos
de religión. Nunca destruir la vida aunque parezca sin valor para el régimen
vigente.
Años después, volví a ver a ese hombre maravilloso en
su último viaje a Lourdes, ya deshecho físicamente, sin poder pronunciar palabras
inteligibles. Pero cuando llegó a la gruta de Lourdes, con su cuerpo
cansado, al caer de rodillas frente a la Imagen de la Virgen, ese cuerpo
gritaba "Totus Tuus". Si alguna vez vi el lenguaje corporal, fue en esa
increíble manera con que un cuerpo aniquilado, en función de la paz y de la
fraternidad humana, EXPRESABA SU AMOR A LA VIRGEN.
Cuántas cosas le debe la Iglesia y la humanidad a este Papa. Por sobre todas las
cosas, el grito constante de que somos hermanos, que todo lo que se le haga a
cualquier
hombre (sea pagano, teísta o ateo) se le está haciendo al mismo Cristo."
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