Fundamentalmente,
el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para
recoger su material que para escribir. Seleccionar la
materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de
concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más
atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto
no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya
elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su
material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento
escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir.
El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a
estudiar la técnica del género, al grado que logre
dominarla en la misma forma en que el pintor consciente
domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa
técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final
sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el
interés del lector y por tanto sostener sin caídas la
tensión, la fuerza interior con que el suceso va
produciéndose. El final sorprendente no es una condición
imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas,
como
Antón Chejov, que apenas lo
usaron. "A la deriva", de
Horacio Quiroga, no lo
tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente
impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un
cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural
como debe tener su principio.
No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el
estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo
o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector.
Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del
cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del
principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de
su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que
previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío.
Una sola frase aun siendo de tres palabras, que no esté
lógica y entrañablemente justificada por ese destino,
manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza.
Kipling refiere que
para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba;
Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada
hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no
llega al blanco.
La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el
"había una vez" o "érase una vez". Esa corta frase tenía -y
tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro; ella
sola bastaba para despertar el interés de los que rodeaban
al relatador de cuentos. En su origen, el cuento no
comenzaba con descripciones de paisajes, a menos que se
tratara la presencia o la acción del protagonista; comenzaba
con éste, y pintándolo en actividad. Aún hoy, esa manera de
comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el
protagonista en acción, física o psicológica, pero acción;
el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo
mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.
Saber comenzar un cuento es tan importante como saber
terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin
descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde
está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y
la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi
siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo
mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que
la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con
acierto: despertando de golpe el interés del lector. El
antiguo "había una vez" o "érase una vez" tiene que ser
suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El
cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en
que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno
por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de
Maupassant, de Kipling,
de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue
quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la
técnica del cuento se refiere.
Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una
digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas
palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa
hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tekné"
del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero
quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen
cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el
cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el
toque de su personalidad creadora.
Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un
mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de
París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace
sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede
producir un buen cuento por adivinación de artista. El
oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación
constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de
apreciables cualidades para la narración han perdido su don
porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin
detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la
dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la
capacidad para elaborar, con asuntos externos a su
experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento.
No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían
construir.
En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de
semiinconsciencia. La acción se le impone; los
personajes y sus circunstancias lo arrastran; un torrente de
palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de
ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica
a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que
abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica
le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé
sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para
estudiar los principios en que descansa la profesión de
cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los
principios del género, no importa lo que crean algunos
cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la
medida en que la obra humana lo es.
La búsqueda y la selección del material es una parte
importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección
saldrá el tema. Parece que estas dos palabras -búsqueda y
selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no
es así para el cuentista. Él buscará aquello que su alma
desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del
pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez
obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su
concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se
propone escribir.
Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede
intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelistas
y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido,
"temas para novelas y cuentos" que no interesan al escribir
porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie
debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo
útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el
material con minuciosidad y seriedad; que estudien
concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y
su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se
gana la vida.
Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa.
Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay
mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: el
que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don
que está en la obligación de poner al servicio de la
sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es
desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene
que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento
y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su
vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se
afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde,
pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede
lograrlo.
Este texto fue extraído de "Apuntes sobre el arte de
escribir cuentos" (1947).
*Juan Emilio Bosch Gaviño nació en República Dominicana,
en 1909 y murió en 2001. Fue narrador, ensayista, educador,
historiador, biógrafo, además de presidente de su país,
aunque por breve lapso.
De su obra se destaca especialmente la perfección técnica
de sus
cuentos, que suelen girar en torno a problemas sociales
latinoamericanos y preocupaciones metafísicas. García
Márquez ha dicho repetidas veces que Juan Bosch fue
su "profesor".
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