Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género
literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes
las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que
me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico
por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste
en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por
sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro
de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de
principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de
geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más
secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry,
para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en
las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores
de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado
ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una
predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas
o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia
manera de entender el mundo explicará mi toma de posición y mi enfoque del
problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y
como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre
de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los
cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal
vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen
cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas
razones. Vivo en un país -Francia- donde este género tiene poca vigencia,
aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés
creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos
siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la
novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como
cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico,
obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta.
Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va
acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del
presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una
aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en
sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y
replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en
otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún
momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros,
puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando
al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países
latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las
literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen
crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos
sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales
leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan
una estructura a ese género tan poco encasillable; en segundo lugar los
teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es
natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un
acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus
cualidades.
En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad
de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí,
descubriéndose a veces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin
coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás,
creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades
nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una
importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las
antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y
se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece
inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos
una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir
a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por
hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno.
Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa
tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es
preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre
difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su
contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere
echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos
una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un
cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y
la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite
el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis
viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua
dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se
puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un
gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos
cuentos verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con la
novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas.
Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto
en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia
novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer
término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las
veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el
cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se
dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que
una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una
fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en
parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el
fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído
hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el
que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos.
Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte
como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad,
fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como
una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una
visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara.
Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia
y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales,
acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de
la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede
inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a
escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no
solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el
espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que
proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de
la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un
escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se
entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por
puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la
medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector,
mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las
primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen
cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden
parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias
más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran,
y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos
gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder
acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es
trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del
espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin
embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento
tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y
formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse
por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en
literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal
tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de
interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un
Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa
tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras
escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de
intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la
estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de
significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir
principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o
fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí
mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos
admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson,
se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el
símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo
cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que
ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces
miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de
los admirables relatos de
Anton Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano,
mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta
en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que
debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las
tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de
modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de
un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chejov,
son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen
una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota
reseñada.
Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside
solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos
cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan
los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la
relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren
solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica
empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el
deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con
todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco
más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo
mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre
papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente,
desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto,
rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor
grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y
hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el
cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera
irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis
cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o
por debajo de mi conciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium
por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede
depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en
un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o
extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito,
y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del
tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o
inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre
excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser
extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario,
puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo
excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae
todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el
lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta
ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es
como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que
muchas veces no se tenía conciencia hasta que el cuentista, astrónomo de
palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más
actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en
torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya
como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros
mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos?
Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos
inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso
podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos
vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos
granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en
nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la
mía, y podría dar algunos nombres. Tengo "William Wilson" de
Edgar A. Poe;
tengo "Bola de sebo" de
Guy de Maupassant.
Los pequeños planetas giran y giran: ahí está "Un recuerdo de Navidad" de
Truman Capote; "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" de Jorge Luis Borges;
"Un sueño realizado" de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich,
de Tolstoi;
"Cincuenta de los grandes", de Hemingway; "Los soñadores", de Izak
Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no
todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la
memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos
ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad
infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido
en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido
aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento
elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección
contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de
lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma
de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está
durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en
nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un
mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino
para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará
indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente
significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza
misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado,
así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos
lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso
de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta
medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y
después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores
humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido;
lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el
cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo
estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que
excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me
ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo.
Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio
divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista
presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo."
A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado
amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de
ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras
de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía
llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas
curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más
allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he
preguntado: ¿cómo distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o
emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el escritor
es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos
temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel
Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un
inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el
escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más
tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el
aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y
tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que
ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten
reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El
cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que
no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido,
tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora,
como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al
lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del
ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer
pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial,
descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas
veces hasta indiferente que se llama lector.
Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta
escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su
turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra
bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente
bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa
primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas
intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo
llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese
oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo
gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al
lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a
conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o
más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro
momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en
la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se
ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y
auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen
para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo
que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas
o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la
novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado "El barril de
amontillado", de
Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca
prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase
estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una
venganza. "Los asesinos", de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad
obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al
drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H.
Lawrence, de Kafka.
En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden,
y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la
manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía
estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no
podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de "El barril de amontillado y
de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre
nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de
Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se siente de
inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las
fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los
acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del
relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí
donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento.
En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más
variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la
literatura por razones estéticas o por imperativos sociales del momento,
comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada,
tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los están escribiendo
quienes dominen el oficio en el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino
aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y norteñas existe una
larga tradición de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en
torno al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que de golpe
pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una abrumadora mayoría de
casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí
son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el sentido del humor y el
fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica
o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y
mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que también los aedos
griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y
viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un
Homero que hiciese
una Ilíada o una
Odisea de
esa suma de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura
de las ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos
amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de clases sociales
liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único
que hace falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo
posible el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales,
eso que llaman el color local. No sé si esa manera de escribir cuentos
populares se cultiva en Cuba; ojalá que no...
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